La peor forma de calumnia es la que viene con sello oficial.
Existe un proyecto de Ley en la Legislatura Porteña (expediente 2207-D-2025) que intenta modificar la Ley N° 941 del Registro Público de Administradores (RPA) proponiendo sumar un espacio de comentarios públicos en la ficha de cada administrador en el sitio web oficial del GCBA.
Nos venden el proyecto como dar voz a los vecinos. En realidad crea un anfiteatro para el abucheo. Cualquiera puede dejar un comentario negativo con sello estatal, mientras el administrador queda atado a una reputación que no puede defender en igualdad de condiciones. No es transparencia: es castigo sin debido proceso.
Esto consagra el principio más antiguo del control social: que la reputación (y por extensión, la libertad de ejercer una profesión) quede sujeta a un tablero central administrado por el Estado. Un TripAdvisor estatal no es participación ciudadana. Es planificación de la conversación. Es la estética amable de una práctica de raíz comunista: colectivizar la reputación y someterla a la tutela del buró.
El texto es claro. Se incorpora un “espacio de comentarios” obligatorio en el Registro Público de Administradores de Consorcios, alojado en el sitio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Los mensajes serán “moderados” por la autoridad y sólo podrán escribir quienes estén previamente identificados en MiBA y acepten sus reglas de convivencia. No es una metáfora: el Estado pasa a moderar, filtrar y archivar el juicio público sobre actores privados, con identidad registrada y bajo normas redactadas por él mismo.
¿Qué no aparece en este proyecto? Un procedimiento claro y garantista para el derecho de réplica, para impugnar falsedades, para exigir pruebas, para separar conflictos personales de faltas reales. La “moderación” cuida el tono, no la verdad. Se evita lo ofensivo, pero no lo inexacto. Resultado: basta una narrativa plausible para que el daño sea permanente.
Algún desprevenido puede pensar: “como Google o Mercado Libre, pero oficial”. Precisamente ahí está el truco. Las plataformas privadas compiten entre sí, cambian reglas cuando pierden confianza y pueden ser criticadas sin temor a represalias administrativas. Un registro estatal, en cambio, no compite. Se impone. Empieza con administradores y termina donde la imaginación burocrática lo desee: docentes, médicos, comercios u otras actividades “sensibles”. Si hay infraestructura y justificación moral (“transparencia”, “convivencia”, etc.), habrá extensión hacia otros sectores. Lo que hoy es un experimento, mañana puede ser un estándar.
¿Y por qué no “reviews” de propietarios y encargados? ¿O de legisladores?
El incentivo se tuerce. Si la forma más eficaz de presionar a un administrador es con reseñas negativas en un portal estatal, las asambleas, las leyes, los contratos y los canales formales pierden preponderancia. La discusión se traslada de un ámbito con reglas claras a la arenga pública.
Dicen que esto promueve la transparencia.
Dicen que esto estimula buenas prácticas de gestión.
Todo lo contrario.
Este tipo de arquitectura no trae transparencia, trae teatro. No trae buenas prácticas, es la Ley de Goodhart en versión consorcial: si la métrica son “reviews” oficiales, el objetivo deja de ser administrar bien y pasa a ser parecer que se administra bien. Si el incentivo es acumular “buenos comentarios” en la ficha estatal, lo que se premia es el gesto visible, popular, cortoplacista, aquello que cae bien; y se castigan las decisiones impopulares pero correctas. El administrador se optimizará para el tablero público, no para la salud del consorcio. Al final del día, la ciudad obtendrá mejores “reviews” y peores edificios. Se recompensa el teatro del reclamo por encima de las gestiones reales.
El artículo 7 bis propuesto consagra la moderación estatal de lo decible “sin afectar la libertad de expresión”. Esto es un oxímoron con reglamentación. Quien modera termina decidiendo: ¿Qué entra en “ofensivo”? ¿Qué es “convivencia digital”? ¿Qué es “una crítica fundada”? Son categorías elásticas cuya interpretación variará con la coyuntura y el humor del funcionario de turno. El artículo 7 ter remata esta lógica: para poder hablar debe registrar su identidad en MiBA.
Que nadie se engañe, la identidad obligatoria combinada con moderación discrecional produce un efecto disciplinante. El vecino crítico sabrá que su nombre queda en un archivo. El administrador con vínculos sabrá a quién llamar para impugnar comentarios. El moderador sabrá que puede inclinar la cancha invocando “convivencia”.
En términos económicos, el proyecto socializa la función más delicada del mercado de la confianza: la evaluación. En vez de reglas claras y sanciones legales para conductas objetivas (fraude, malversación, incumplimiento), se agrega un circuito de reputación administrada por el Estado, con consecuencias informales pero poderosas. Es una externalidad negativa disfrazada de “empoderamiento”. El administrador ya no responde sólo a la ley sino a la prudencia de no irritar a la autoridad que modera su “ficha”. En un sistema centralizado así, la reputación deviene en moneda política. Es decir, la reputación deja de ser un reflejo neutral del desempeño y pasa a depender (y a usarse) según conveniencias. Vale más llevarse bien con quien modera que hacer las cosas bien.
“Pero esto ayuda a inquilinos y propietarios a informarse”, dicen los autores. Hay vías superiores: datos abiertos de sanciones, trazabilidad de multas y procesos disciplinarios, inspecciones aleatorias con informes públicos, fortalecimiento de mediaciones y arbitrajes rápidos con laudo obligatorio, y sobre todo, cumplimiento estricto de la Ley 941 en sus obligaciones ya existentes. Eso es Estado de derecho: castigar conductas tipificadas con debido proceso, no gestionar reputaciones en un foro oficial.
La transparencia estatal es publicar lo que el Estado hace (resoluciones, sanciones, expedientes). No controlar, moderar o encauzar lo que los ciudadanos opinan. Cuando el Estado compite con la sociedad civil por el monopolio del “espacio de evaluación”, coloniza la esfera privada, imponiendo sus reglas y filtros. El resultado no es más libertad de expresión sino expresión con tutelaje. La moderación “sin afectar la libertad de expresión” es la versión eufemística del comisariado cultural.
El proyecto también crea una asimetría peligrosa. Un comentario adverso en un portal privado puede contrapesarse en otros o recurrirse ante la propia plataforma que teme perder usuarios. En un registro único, obligatorio y con sello oficial, un rótulo negativo pesa como antecedente cuasi administrativo pero sin garantías equiparables a un proceso judicial. No hay proporcionalidad ni contexto. Una disputa episódica queda archivada junto a incumplimientos graves. El Estado, que debe ser juez de hechos, se vuelve editor de opiniones.
La propuesta que ingresó a la Legislatura el 19 de agosto de 2025, viste de modernidad algo muy viejo: la aspiración de administrar la vida social desde un tablero central. Y como toda ingeniería social centralizada, confunde orden con obediencia y participación con registro. La ciudad no necesita un Ministerio de Reputaciones. Necesita un Estado que publique lo que debe, haga cumplir la ley como se debe y deje a los ciudadanos construir confianza en espacios libres y plurales.
Un Estado no debe convertir su web oficial en un mural de acusaciones. Si permitimos que cualquiera estampe un rótulo negativo sin un camino de defensa robusto, no estamos empoderando a los vecinos, estamos habilitando linchamientos con aval oficial. La ciudad no necesita un “Yelp” gubernamental. Necesita procesos que protejan el buen nombre de las personas con la misma fuerza con la que protegen el derecho a criticarlas. Porque la libertad de expresión no es licencia para dañar impunemente y la verdadera transparencia nunca sacrifica el debido proceso en el altar de la catarsis.
Si aceptamos que la evaluación cívica sea estatizada y la palabra condicionada por una clave de MiBA, habremos dado un paso suave pero decisivo hacia una economía planificada de la conversación. El comunismo no comienza con la expropiación de fábricas sino con la expropiación del criterio. Empieza cuando la comunidad, representada por el buró, decide qué reputación te corresponde. Y una ciudad que terceriza su criterio en una web estatal no gana transparencia, pierde libertad.
⭐ Mariano Zvaigznins es Perito Mercantil egresado de la ESCCP-UBA. Consultor especializado en Propiedad Horizontal. Administrador de consorcios matriculado en CABA. Editor del sitio ConsorciosPH. Titular de Administración RIGA.




