El título suena raro en un mundo que aplaude los recortes drásticos y las decisiones contundentes. Pero los tribunales laborales argentinos acaban de recordarnos algo incómodo: cuando frente a las ausencias reiteradas de un empleado el primer recurso es la guillotina del despido, el verdadero infractor suele ser el empleador.
La tentación del botón rojo
En cada contrato late un pacto de confianza tan frágil como un hilo telefónico antiguo. Cuando ese hilo cruje –faltas injustificadas, llegadas tardías, etc– el instinto empuja a cortarlo de cuajo. El despido luce eficiente: elimina el problema, envía un mensaje disciplinario y libera al gestor de lidiar con la incómoda conversación.
Sin embargo, la Ley de Contrato de Trabajo (LCT) prevé una ruta mucho más lenta y, para muchos, irritante: la gradualidad de las sanciones. Como si el legislador hubiera entendido la pedagogía de la infancia, obliga al adulto‐empleador a pasar primero por la advertencia, luego por la suspensión y solo en último término por la rescisión definitiva. Los jueces llaman a esto principio de proporcionalidad: cada falta merece un castigo equivalente, nunca un martillazo que haga volar la mesa entera.
El caso Gutiérrez vs. CEAMSE
Lucas Gutiérrez fue balancero en la empresa pública CEAMSE durante más de seis años. Faltó los días 21 de enero y 4 de febrero de 2016. Antes había recibido una suspensión de dos jornadas y algunos apercibimientos dispersos. Cuando la compañía acumuló fastidio suficiente, decidió que esa dupla de ausencias –una por accidente “in itinere”, otra por vacunarse– bastaba para el despido con causa.
La Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo no compró el argumento. Recordó que la empresa no había seguido una “política coherente de sanción progresiva”: tras la suspensión breve volvió a las simples advertencias y, sin más escalones intermedios, saltó al abismo final. Resultado: despido declarado injustificado, indemnizaciones completas, costas y honorarios a cargo del empleador.
La lógica detrás de la paciencia jurídica
A primera vista parece paternalismo judicial. ¿Por qué proteger a quien falta? Pero la lógica es más estratégica que compasiva. El sistema laboral privilegia la conservación del vínculo porque despedir no solo castiga al trabajador, también impone un costo social –desempleo, litigios, rotación– que termina pagando la comunidad. Sancionar gradualmente es, en el fondo, una inversión. Brinda al empleado la oportunidad de corregir y al empleador la oportunidad de demostrar consistencia. Sin ese historial escalonado, el juez sospecha improvisación o represalia.
El mito de la “pérdida de confianza”
CEAMSE alegó que su confianza se había evaporado. Pero la confianza, igual que la autoridad, no desaparece de golpe: se va erosionando. Cuando la jurisprudencia exige pruebas “claras, plenas y sin duda” de la mala conducta, lo que pide en realidad es cronología: sucesión de advertencias, suspensiones crecientes, llamada a un diálogo formal. La empresa que salta esos pasos confunde fastidio con evidencia. El juez, imperturbable, solo ve un patrón: falta de método.
Dos espejos para el administrador de consorcios
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El espejo de la prevención
Un consorcio que hojea esta sentencia debería preguntarse: “¿Tengo protocolos escritos para las inasistencias? ¿Registros firmados de cada apercibimiento? ¿Plazos claros entre sanción y sanción?”. Porque el litigio no castiga solo la falta de papeleo; castiga el desorden mental de la organización. -
El espejo de la cultura
En muchos edificios la ausencia del encargado funciona como el café frío: molesta pero se tolera hasta que un día la taza se rompe. Entonces se reclama “despido urgente” sin un solo documento previo. El fallo Gutiérrez demuestra que la tolerancia acumulada se vuelve prueba contra el empleador: si soportó tanto, parece que no era tan grave.
Objeciones y contraobjeciones
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“Pero su reincidencia era evidente”.
Evidente no significa documentada. La justicia no hurga sentimientos; exige papeles. -
“Un equipo no puede funcionar con un miembro crónicamente ausente”.
Cierto. Por eso la LCT permite suspender y, al final, despedir. El punto es orden: sin escalera disciplinaria, no hay justificación. -
“La ley protege al vago y castiga al productivo”.
Falacia popular. La ley protege la estabilidad del trabajo –que es un bien social– siempre que el trabajador no incurra en faltas graves no saneadas progresivamente. La productividad se cuida con gestión, no con arrebatos.
El interruptor y el atenuador
Imagine una habitación a oscuras. Un interruptor enciende la luz de golpe. Un atenuador la sube gradualmente. El despido inmediato es el interruptor: rápido, sí, pero deja a las personas cegadas unos minutos. Las sanciones graduales funcionan como el dimmer: van ajustando la penumbra hasta que todos ven claro dónde está el límite.
La disciplina es un proceso, no un evento
Despedir por ausencias reiteradas sin transitar el camino de las sanciones progresivas es faltar al trabajo más importante del empleador: gestionar la conducta antes de castigarla. Así, cada ausencia injustificada del trabajador expone una ausencia más sutil pero devastadora: la de un sistema disciplinario claro y aplicado a tiempo.